martes, 31 de marzo de 2009

La soledad del corredor de fondo


1994 ó 1995. Era una tarde primaveral cualquiera. Lucía el Sol en el colegio Apóstol Santiago de Vigo. Pasaban quizás 10 minutos desde que había dado comienzo la clase de educación física. Al señor A no le agradaban demasiado esas clases, pues, el afable anciano que las impartía parecía obsesionado con fabricar corredores de fondo para prolongar el legado de nuestros héroes de Barcelona 92. Para el señor A eran un auténtico suplicio estas clases, pues, a nuestro héroe, lejos de ser el prototipo de maratoniano perfecto, le recorría la espalda un frío aterrador cada vez que se rumoreaba que él y sus compañeros estaban obligados a correr una distancia superior a los 1.500 metros. Eterna odisea, cruel castigo para un joven que no había nacido para correr, sino para cotas más elevadas, como en el futuro, ya anciano, demostraría. Pero no adelantemos acontecimientos. Aquella soleada tarde el señor A se sentía extrañamente optimista. Se veía bien. Acababa de descubrir un curioso ungüento que servía para fijar el pelo a la vez que producía un efecto mojado, vulgarmente conocido como "gomina" que creía, aquí es justo decir que tal vez sólo él así lo creía, le hacía más interesante y sexy. La camiseta, blanca, resplandecía cegando a sus compañeros más populares y atrayendo las miradas de gran parte de las zagalas que con él compartían aquella jornada lúdico-deportiva. Algunos de los más valientes y avezados deportistas de su clase discutían en círculo sobre qué distancia preferían correr aquella tarde. Algunos, los más temerarios, optaban por las temidas distancias magnas: que si 3.000 metros, que si 5.000. Hasta un aterrador 10.000 pareció oír nuestro valiente héroe desde la lontanaza. Un tremendo escalofrío arredró, súbitamente, al joven señor A. Sus compañeros se rieron de él de forma cruel y petulante. ¡Cerdos déspotas! - musitó... Con la mirada perdida, viró hacia la pétrea fuente de la que emanaba la suficente cantidad de agua que le sirvió para recuperar el sentido. Mientras sorbía las últimas gotas, creyó oír un grito que rezaba ¡1.500!. La trémula y entrecortada voz del anciano distaba de parecer reconfortante y le sentó como si alguien gritase "fuego" mientras toda una hilera de soldados apuntaban al poste al que estaba atado o como si una voz le permitiese decir sus últimas palabras antes de ver separaba su cabeza del resto de su cuerpo, víctima del afilado filo de una contundente guillotina. Don A volvió en sí al notar como, todavía quedo, apoyado en la fuente de la que aún caían las últimas gotas de su esperanza, una blanquecina y delicada mano se posaba sobre su hombro. Sorprendido, miró a su derecha y pudo observar una belleza innúmera como jamás había visto en sus cortos pero intensos 16 años de vida. La dama de la que se había prendado desde hacía meses, le preguntó si iba a correr esa tarde. Él, atónito, pues eran las primeras palabras con las que le obsequiaba su amada, tras un largo titubeo, le asestó: "ppp, pues claro, vaya si los correré, sólo son 1.500 metros, a ver si gano esta vez". Ella le deseó mucha suerte mientras le dejaba atrás pasándole levemente la mano por su espalda mientras se dirigía al corro formado por sus amigas. Mientras éstas le comentaban algo, no sin cierta picardía, por lo bajinis, nuestro nuevo superhombre, henchido el pecho palomo regalaba a nuestra ninfa un poderosa mirada de metal a la vez que brindaba su mejor sonrisa ladeada al más puro estilo "Johnny Cash" o "Harry Callahan" mientras a un compañero le pareció el momento oportuno para bajarlo los pantalones. Ella se alejaba mientras él pensaba: "Si se da la vuelta, es que me ama". Así fue. Fueron los únicos segundos de su vida que pasaron a cámara lenta. Tras poner Don A los pantalones en su sitio, Ella se giraba lentamente, a la vez que su lacio cabello escondía una tímida mirada que espiraba un glauco halo sólo superado por la celestial luminosidad de su encandiladora sonrisa. Nadie ya podría pararle. En ningún momento se había parado a pensar que él era un tipo lento y que jamás podría ganar esa carrera. Aquél era su momento y nada ni nadie podría estropearlo.....
Línea de salida. Aproximadamente 20 hombres, listos para competir por un solo puesto, el primero. Miento. 5 ó 6 hombres listos para competir por el primer puesto; 6 hombres en la cola, renuncian a luchar siquiera por el podio con tal de no sufrir, no sudar, y así no tener que pasar por la ducha antes de la clase de matemáticas; 3 hombres vestidos de calle, discuten sobre la fórmula correcta: una dice que es -b +,- la raíz cuadrada de "b" al cuadrado - no sé qué más. Los otros dos, con gafas de pasta, adoleciendo de cierta miopía galopante y con un par de lápices sobresaliendo del bolsillo de su ajada camisa a cuadros, se incorporan en la postrera fila de corredores tras guardar sus respectivas calculadoras. El resto intentan escapar del temido profesor aduciendo torpemente molestias en distintas partes de su cuerpo. Ya sabe/n, querido/s lector/es a qué me refiero con torpemente. Sí. Lo típico. Decir que tienes un esguince en el tobillo derecho mientras cojeas de la otra pierna y cosas por el estilo. Nuestro héroe ya había pasado por villano y antes era uno de estos últimos, antes, claro está, de asir con firmeza el cetro de su viril dignidad. Pocos segundos después, se incorporaban después algunas chicas detrás de los intelectuales antes mencionados. Entre ellas, ELLA. Don A no la vio, pero, a veces, el amor despide un aroma inquieto fácilmente perceptible por aquellos a quienes une. El Rey A se sonríe. Mirada baja. Manos sudorosas. Su corazón habla, susurra, palabras perceptibles pero incomprensibles. No tienen sentido pero cree conocer su significado y su origen. Mira hacia atrás. Jamás olvidará los dos segundos previos a la mirada, sabiendo que sus miradas se cruzarían por vez última antes de reencarnarse en Zeus y lucir con descaro la corona que echaría a sus pies a sus imberbes e ingenuos compañeros que hasta sólo le consideraban uno más. Quizás ni eso. Del momento en que esas miradas se unieron no puedo escribir nada, pues, creo, todavía no se han creado las palabras exactas que puedan describir el paroxismo del momento vivido. Sólo decir que según algunos libros de historia se considera a este momento el comienzo del "Der Neue Romantik" o Nuevo Romanticismo, como dirían ustedes los españoles. El caso es que nuestro admirado maestro del cortejo dejaba atrás largos años de baldías esperanzas amatorias y gozaba ahora de la nueva categoría alcanzada. A falta de disparo, se elevó el brazo de nuestro amigo maestre de la educación que llaman física. Acto seguido, se bajó el brazo. Eso quería decir que la carrera comenzaba. Estaba don A a sólo 4 vueltas del trofeo más laureado. Primeros metros, pecho fuera, rodillas en alto, como había visto a Fermín Cacho un par de años antes. Todo marchaba bien. En primera línea de carrera. A su derecha, don C, excelente atleta, tildado de "hombre perfecto" por algunas féminas y, por qué no decirlo, por unos cuantos varones. A su izquierda, don R, el otrora enfant terrible del colegio, ahora reconvertido en hombre de bien y empecinado en hacer carrera en el mundo del deporte. Don A empezó a tantear la posibilidad de no ganar, dado que jamás había quedado entre los 15 mejores de su clase y, hasta entonces, se conformaba con no ser superado por más de 2 mujeres. Al doblar la curva volvió a ver su anhelada amada. De nuevo, el tiempo parece ir más lento. Cámara lenta. El dócil rostro de la sin par doncella no hace sino insuflarle más fuerza aún, pensando en que ya estaba sólo a 1.200 metros de acurrucarla entre sus brazos, cuando se rinda a los laureles del nuevo campeón. Don C le sonríe con mala intención e intenta, tan socarrona como inútilmente, bajar los ánimos de nuestro admirado Coloso, quien aprovecha para hacer de liebre en el escenario de su renacimiento. 1.000 metros. "Carros de fuego" suena en la cabeza del señor A. "Eye of the tiger" y finalmente unos versos que rezan "tu piel morena sobre la arena". Algo falla, pierde velocidad. No comprende qué ocurre hasta que ve a dos jóvenes de peculiar facha sosteniendo uno de esos llamados "loros" al tiempo que se contonean reproduciendo algo parecido a un baile. Don R le pasa, y don C también. Don A, inasequible al desaliento, lejos de venirse abajo, alarga su zancada y saca fuerzas de flaqueza para igualar a los dos deportistas-modelos. Choca su hombro con el de uno de ellos, en señal de reto. 500 metros. Empieza a faltarle el aire mientras a Don R parece hacerle gracia el cansancio de nuestro incansable amigo. Don A dobla a don D, su fiel amigo con quien tantas veces había compartido, obviamente, en el pasado, la cola de otras tantas carreras. A don D no parece alegrarle el nuevo estado de forma mostrado por don A y le dirige una mirada de desprecio que parecía decir: ve, corre y ve con los tuyos, don Ganadorcillo, que no siempre triunfa el que primero llega. Don A baja la mirada dudando de quién es y de quién quiere ser realmente, pero, de nuevo, se cruza con nuestra dama, a quien mira, durante el tiempo justo, pues quedaba poco para la línea de meta. "Ya tendré tiempo para ella. Toda la vida, espero". A tan solo 300 metros se hallaba el Edén. Recta final. Don A es tercero. Saca fuerzas donde nunca antes había habido. Le sorprende que nadie jalee su nombre, ni siquiera el alumno lesionado, quien, apoyado en sus muletas seguía con sorprendente desdén la carrera. 200 metros. Todavía tercero. Mira atrás. Se acercan corredores. 100 metros. Su distancia preferida. No es que se le diese especialmente bien, pero era la más acorde a su constitución física, a pesar de ser pulverizado por varios de sus colegas en numerosas ocasiones. Adelante muchacho. Ahora o nunca. Ganador o perdedor. Sólo el primero vence. Alentado por su nuevo amor, el joven A se lanza a la conquista del éxito. Llega a la altura de sus compañeros, que parecen sorprendidos de verle de nuevo. 50 metros. Ahí está la meta. El profesor, Alonso de nombre, le mira con una cara de extraña que no sabe don A cómo interpretar, si de estupefacción o de admiración, quizás una mezcla de ambas. Por fin... Ha merecido la pena. Don A alcanza los 1.500 metros exhausto. No es como imaginaba. No sonaban trompetas ni clarines. Sólo la voz del tullido quien le gritó "son los 3.000, faltan 4 vueltas". No podía ser. Se le nubló la vista mientras veía pasar a Don C y Don R, quienes le regalaron su mejor risotada. Alonso asentía,decepcionado, viendo como los pasos de Don A eran cada vez más cortos. Poco a poco le vas pasando sus compañeros, incluido don D, quien le mira con desaprobación a la vez que mueve la cabeza horizontalmente, para luego, animarle a correr a su lado. Minutos después llega nuestro triste amigo a la meta. Tras él, un asmático, dos chicas, un tullido, un señora con una barra de pan bajo el brazo, un anciano que acompañó a su nieto los últimos metros y un fotógrafo. El fotógrafo, quien años más tarde se sabría que era el padre de don C, corría para sacar instantáneas de su heroico hijo, quien años después sería portada de la revista "Emprendedores" y "Gentleman". Nuestro derrotado amigo se acerca, poco convencido a su joven admiradora. Ella, poco sorprendentemente le rehúye con cara de lástima para lanzarse a los brazos de, no puede ser, tierra trágame, de don C. ¡Rayos! Del todo a la nada en 3.000 metros. Su más preciado trofeo había sido arrebatado por su más acérrimo y odiado enemigo. Adiós orgullo, hasta la vista dignidad, qué hay de nuevo, vergüenza. Las únicas mujeres que le acompañarían hasta el vestuario serían Doña Derrota y Doña Humillación. Don A se lleva las manos a la cadera mordiéndose el labio inferior y mirando al cielo mientras niega con la cabeza. Don D es ahora quien le pone la mano en el hombro. Don A le devuelve el gesto y se marchan juntos al vestuario. Don D intenta aliviar la herida con una serie de gracejos que llegan a hacer desternillarse a nuestro otrora héroe. Don A nunca fue un corredor de fondo.

Esta historia está basada en hechos reales.

martes, 17 de marzo de 2009

Cinefilia...


Invierno de 2008. Madrid. Cines Golem. Un servidor y su imberbe colega se disponen a ver el film "Hace mucho que te quiero". No trataré aquí nada acerca de la película. Sabía que era mi oportunidad. Llevaba años esperando que llegara a la cartelera una película con un título como éste. Además estaba de suerte. Me tomo mi tiempo. Echo un vistazo hacia la taquilla. Dos ventanillas. Dos taquilleras. Lanzo una furtiva mirada a la de la izquierda. Digamos que no me siento atraído. Desplazo la mirada a la de la derecha. Me la devuelve. Disimulo cogiendo unos folletos sobre una película italiana que no me interesa lo más mínimo. Hago que leo dos líneas, vuelvo a levantar la mirada, esta vez paulatinamente y, de nuevo, soy sorprendido, no por la taquillera de la derecha, sino por su compañera de al lado, previamente descartada por mí, la cual me lanza una hiriente mirada jactándose, creo, de cogerme con las manos en la masa. Yo, sagaz, completo el movimiento de mi cabeza con un ladeo hacia la derecha y me llevo la mano izquierda al cuello fingiendo que éste me duele. Acto seguido, toso, no sé por qué. Quizás sea esa tradición que liga la tos al disimulo. Ha sido una buena elección. Mi taquillera no es una belleza clásica, pero su aspecto frágil, dócil y mohíno me atrae especialmente. No sé por qué. Quizás me vea a mi mismo como el caballero andante, redentor de sus cuitas. Quizás solamente esté más salido que el pico de una plancha y haya puesto mi listón bajo tierra. Mi púber compañero me apremia. Le hago un gesto con la mano para que se calme mientras espero a que la pareja que me precede compre sus entradas. El de seguridad me mira de soslayo, como no fiándose de mí. ¿Por que me tomará? ¿Por un ladrón? Me pregunto qué hace ese hombre ahí, si está para detener a quienes pretendan entrar sin pagar a quienes osen comprar una entrada para una película y pasen a ver otra. O a lo mejor cree que apuntaré con un revólver a la chica del puesto mientras le digo que llene un saco hasta arriba de palomitas. Respiro hondo. Dejo el folleto y me envalentono. Llego a dos metros de la ventanilla, uno y medio, uno. Se me adelanta otra pareja, la cual ocupa la ventanilla izquierda. Me quedo mirando al fornido varón que acompaña a la hembra. Éste me lanza una mirada de desprecio de arriba a abajo y de abajo a arriba. Sonrisa sarcástica. Mi taquillera-amante me espeta un "hola" que recorre todo mi cuerpo hasta dejarme sin aliento y sin habla. Me enervo. No me salen las palabras. Sigue ahí la mirada de ese tipejo petulante retándome a pedir la entrada para la que llevo semanas preparándome. Quién se creerá ese matasiete. Maldito tritón, no esperes salirte con la tuya. Le aguanto la mirada. Toso. Me niego a pedir la entrada. Mi acompañante me tira de la camiseta impaciente... Una gota de sudor recorre mi frente, mis cejas. Miradas de incredulidad me rodean. ¡Milagro! La chica se lleva a mi archienemigo. Ahora soy yo quien ríe. El tipejo ya no lo hace y, en cambio, me lanza una mirada, tras fruncir el ceño y empequeñecer sus penetrantes ojos. El señor M, mi colega, se entretiene con el vuelo de una mosca. Literalmente... Es el momento, ese momento que quizás recuerde toda mi vida, punto de inflexión que perdurará como una tierna y original historia que contaré a mis hijos, quizás nietos. Como diría el señor C. esa zagala podía ser la definitiva. "¿Y bien? - me espeta la chica. Mi corazón late cada vez con más fuerza. El sudor ya se ha helado, tal vez, por el cortante frío que recorrió mi espalda momentos antes. Adoraba esa voz, me la imaginaba susurrándome día tras día, noche tras noche, que no podía vivir sin mí, que por qué no nos habíamos conocido antes, que qué guapo, fuerte y valiente soy, que.... En fin, digresiones aparte, era el Momento. Cesó el tintineo, ya no inquietante, sino resplandeciente, de la dulce voz de la mujer a la que probablemente acabaría desposando. Agacho la cabeza hacia la ventanilla. Respiro hondo nuevamente. Mis ojos a la altura de los suyos. Melífluas perlas sin par, de gran tamaño me escrutan, o eso creo, o eso quiero creer, esperando las palabras mágicas que la liberen de esa cárcel de cristal. Y yo, con gran denuedo, dejando atrás a mi imberbe corcel, dispuesto a desenvainar la afilada espada de mi osadía, para decirle, no sin la templanza de un avezado cortejador de mi prosapia, aquello que, probablemente hacía tiempo que no oía... ¡Hace mucho que te quiero! - farfullé. Cerré los ojos por un segundo. Cansado, aliviado, satisfecho. No sabía qué me encontraría cuando los abriese. Lo hice lentamente mirando al saliente de la taquilla. Elevando poco a poco la mirada hasta alcanzar sus ojos. La chica, perpleja. Sus ojos, percibí, a punto de estallar en lágrimas. Su rostro, macilento, aterido, efecto de unas inesperadas palabras que la habían punzado. Baja la mirada y extiende su brazo hacia mí. Yo sonrío, como un niño con zapatos nuevos, satisfecho, a punto de recibir el premio a mi coraje. Alargo mi brazo también, nervioso, para alcanzar la mano de pensé jamás soltaría. Noto, por fin, el contacto de una mano pálida, trémula, que toca y me hace a mí también, temblar. De sus labios parecen querer salir unas palabras. Durante tres segundos me las imagino. Me ilusiono con una respuesta: "Hace mucho que esperaba oír esa palabras". Por fin, percibo un sonido sibilante, al tiempo que noto una leve sonrisa en la cara de mi sempiterna Julia. Así debía de llamarse. Estaba convencido, sin saber por qué. Ya venía. Era un sí, sonaba una "s", qué más podría ser.......... "Sala 3" - musitó. Su mano descendió, volviendo a su posición inicial. En la mía, una entrada y unas monedas. Menuda mierda, es la última vez que voy a ese cine. Zorra insensible...

sábado, 14 de marzo de 2009

Bajo el ala aleve del leve abanico...


Y entonces sonó el teléfono. Sollozos entrecortados de una chica a quien no reconoce. Hace memoria. Repasa sus malas acciones recientes. Intenta recordar a quien quiso / quiere o quien pudo en algún momento haberle querido porque sólo alguna de esas personas podría ser quien estuviese al otro lado de la línea. No le vienen muchos nombres a la cabeza. Entre sollozos la chica repite su nombre, por otro lado, poco habitual y, más aún, en aquel país, en aquella ciudad y en esa residencia. En ese momento no se le había pasado por la cabeza que un italiano tocayo suyo vivía pocas puertas más lejos. No sabía qué decir. Sólo entendió unas pocas palabras que le rogaban verle otra vez para poder hablar. Al poco tiempo, se cortó la llamada, y él se dio cuenta de lo que allí pasaba. Pero lo que jamás olvidaría eran esos segundos de desconcierto en que, una vez colgado el teléfono fue consciente de que no sabía qué decir. No recordaba que alguien hubiese llorado jamás por él y se quedó unos minutos pensando que quizás hay pocas actitudes más crueles que desoír las súplicas de cariño de alguien que te quiere. Más tarde se encontraría al destinatario real de la llamada y éste le espetó una fanfarrona risotada de desprecio como orgulloso de que una mujer beba los vientos por él y jactándose a la vez de su actitud de macho castigador. Supuso que lo siguiente sería cachondearse con sus colegas de su firme postura, reacio a dejarse querer por una mujer que no merece su atención. Nunca se había parado a pensar en la facilidad con que la gente, a veces, minimiza los sentimientos ajenos, máxime cuando son ellos mismos quienes los provocan. Era un poco escéptico en relación a aquello de que el tiempo pondría a cada uno en su sitio. Más tarde, otra chica, una de las mejores personas que jamás conocería le contó que todos los chicos a los que había querido le habían engañado. "Los hombres me tratan como a un objeto", le dijo. En otra situación y quizás en boca de otra persona, esa frase quizás le habría provocado risa, pero en ese momento no le hacía gracia que el paradigma de la bondad fuese objeto de cosificación por parte de nadie. "Pero lo bueno es que estas cosas te hacen más fuerte. Ahora soy más fuerte". Él se preguntaba si es necesario pasar por esto, conocer el dolor para ser más fuerte. Suponía que sí porque más veces lo oiría después, pero quería pensar que no tenía por qué ser un requisito. Pero le costaba asimilar eso de que las mejores personas son las víctimas más habituales de estos "malos tratos", es decir, que son los que más generosos los que más hostias reciben. No le parecía justo. Poco después oiría que es el desdén lo que más atrae a algunas personas en el género opuesto. Curioso. También le costaba asimilarlo y no le encontraba el sentido. Que si la vida es muy complicada, que si llegamos a ella sin manual de instrucciones. No sabía si por ahí iban los tiros, pero, poco a poco, el mundo se había empeñado a base de pequeñeces y golpes duros en enseñarle su cara menos amable y borrar esa ingenua sonrisa de niño para quien la vida es un juguete. Una de esas pequeñeces había actuado en él como una premonición, una campana en su cabeza que intentaría sonar cada vez que se hayase en peligro de cometer un error de esos que fácilmente olvida uno de los dos y el otro arrastra con más pena que gloria y maldiciendo no poder odiar a quien una vez amó. Porque él era de los que pensaban que una persona no se enamoraba más de dos veces en su vida, y la segunda pocas veces se daba. Su pequeñez personal había llegado una tarde primaveral, una de esas en la que casi todo el mundo es feliz, de las pocas tardes al año en que aquel país veía el Sol y donde nunca se paró a pensar que quizás éste no sale siempre para todos y en algún sitio puede haber un alma que llora en silencio por un momento que ya no podrá recuperar y una herida que tardará en cicatrizar. Empezaba a pensar que ésas eran las cosas que hacían que con el tiempo, mucha gente acabe diciendo eso de que todos los tíos son unos cerdos y ellas unas putas. Se sonríe pensando en lo simplista de esas frases, porque él no creía en ello. Él era más bien de los que creían que el hombre es bueno por naturaleza y que es el propio hombre quien le pervierte, lo envilece, enseñándole lo fácil que es engañar, cómo saber mentir, copiar sin que te pillen, el gracejo de la picaresca, etcétera. A veces sentía ganas de escupir, pero no sabía dónde ni a quién. Y otras veces, se limitaba a echar vistazos ingenuos escrutando caminos que ni existían, pero creía que estaban por ahí, ocultos en algún sitio, escondidos de la vista de la mayoría, caminos reservados a unos pocos, o no tan pocos, y que soñaba tomar muchas noches, sin saber siquiera a dónde le llevaban. Tampoco le importaba. Porque lo que más le importaba es quien le acompañaría en el trayecto, de quién sería la mano que agarraría. Porque esa camino, estaba convencido, no llevaba a ninguna parte, que era el lugar exacto del que nunca debió salir.

jueves, 12 de marzo de 2009

Sweet 30: "La realidad es aburrida"


A menos de 10 meses para alcanzar la treintena, empiezo a comprender qué significa esta edad. Es la edad en que por fin empiezas a darte cuenta de que tu juventud ya se va yendo y que es ahora cuando debes esforzarte por mantenerte en forma y esos esfuerzos empiezan a costar ya mucho más que antes. Son los últimos años que te quedan para rehacer o incluso reorientar tu vida. El momento de decir aquí estamos y cómo quiero que sea el resto de mi vida. ¿he de comportarme ahora como un adulto? ¿Es la edad ya de dejar de comportarse como un crío? No sé, yo veo a gente como Arrabal dando auténticos recitales, pasados ya los 70. Cierto es que tiene cierta licencia, pero no sé. A estas alturas empiezas a reírte viendo fotos de 10 años atrás, cuando ya eras mayor de edad, y notas cómo ha cambiado la gente e intuyes que algunos peinados han pasado ya de moda. Las pachangas de fútbol empiezan a pasar de un hábito a un castigo para el cuerpo. Empiezas a utilizar el verbo "dosificarse" y a asistir a clases de cosas raras como "spinning" (mi caso) o "aerobic" (nunca mi caso). Empiezas a plantearte cosas raras como ir a correr, algo que siempre has criticado y detestado. Empiezan a dejar de hacerte gracia ciertas cosas, véase, en mi caso, "cruz y raya". Y sobre todo, te cansas, te cansas de muchas cosas que antes soportabas sin darte cuenta y ahora desoyes con gran facilidad. O quizás sea uno de esos que ha madurado y a aquellas cosas a las que antes no hacía ni caso, ahora les prestas atención. A lo mejor eres de esos que piensa que quizás sea bueno escuchar a la gente mayor, antes de que sea demasiado tarde. Y a lo mejor eres de los optimistas que empiezan a valorar el lujo que es vivir cerca del mar. Empieza a dejar de darte vergüenza ir solo al cine. Qué más da, si al fin y al cabo, vas a ver la peli. Eso sí, no dejas de mirar hacia la tercera fila, donde también hay un tipo solo que te lanza una mirada cómplice de soslayo al tiempo que rezas para que no te haga un gesto de complicidad y pretenda sentarse a tu lado. Vale, vale, eso nunca pasa, pero nunca se sabe, he visto hacerse realidad muchas cosas que pensé que sólo existían en mi imaginación. Maldices no tener perro para llevarlo al parque y ver si es cierto eso que dicen. Maldices no conocer a nadie, por el mismo motivo, que tenga un bebé que te puede prestar. Maldices no conocer a nadie. (exageración). No dejas de mirarte al espejo cada mañana y contar tus canas y buscar a ver si aparece algo en tu cara que antes no estaba. Sabes que eso que rodea tu ombligo va a ser difícil que no crezca, más aún que se reduzca y una utopía que desaparezca. Te empieza a dar igual lo que de ti digan, porque das por hecho que todo el mundo te tiene ya calado y que hacer que los demás cambien de opinión, bah, no merece la pena. Asistes, incrédulo, a las vidas paralelas de tus amigos, empiezas a ser consciente que estás en edad casadera, porque algunos empiezan a contraer nupcias e incluso algún locuelo ya ha osado procrear. Peligrosamente, empiezas a sentirte cómodo cuando estás solo. Valoras los paseos, las puestas de sol, que antes pasaban muy rápido y siempre había algo mejor que mirar. Aquellas mariconadas de antaño ahora las ves con otros ojos y a lo mejor ahora ya no te da vergüenza usar palabras como "precioso", "bonito" o decirle a tu chica que hoy está muy guapa sin reírte luego por la chorrada que acabas de soltar. Te das cuenta de toda la mentira que encierra la noche y la aceptas y empiezas a pensar que quizás es un buen momento para emborracharse menos e intentar recordar más. En definitiva, dejar de actuar y ser tú mismo. Porque a lo mejor es ahora cuando a la gente le interesan otras cosas, quiere dejar de escuchar tus tonterías y conocer tu opinión de verdad sobre algunos temas relevantes de la vida....Bah, tonterías. Creo que jamás haré nada de esto. Cuando cumpla la treintena supongo que oiré las mismas que chorradas que cuando tenía 29,28,27..., es decir, que yo tengo una edad, que qué viejo, que bla bla bla. Mi abuela dirá que a ver cuándo me echo novia, lo mismo de siempre. Con 31, que un año más viejo, y con 32, que a ver cuando me caso que esa novia que quizás tenga. Con 33 me dirán que a ver cuando me echo otra novia, porque la anterior me habrá dejado por imbécil y con 35, 36 que a ver cuándo le doy un nieto a madre. O no. Yo qué sé. Supongo que el tiempo acabará poniéndome en mi sitio, pero por ahora, me siento cómodo viviendo en la fantasía, ajeno, en parte, a mi edad. Sí, hacía tiempo que no disfrutaba yendo a la playa, empieza a gustarme Vigo e intento mirar un poco más allá. Intento fijarme más en las cosas, aguantar las miradas y mirar a los ojos cuando me hablan y no hacerlo cuando me besan. Ya, ya, lo sé. Esto es una mariconada, pero pensé que quedaría bien. Supongo que me hago viejo, me emborracho más fácilmente, aunque sigo saliendo todos los fines de semana hasta que tenga algo mejor que hacer. Me gusta soñar, aunque la mayoría de mis sueños sean pesadillas, porque es en esos momentos cuantas más cosas nuevas descubro de mi mismo y otras muchas que aunque no comprendo no dejan de fascinarme. Me gusta imaginar situaciones imposibles, rememorar grandes momentos casi olvidados. Sigo disfrutando viendo caídas tontas en la televisión y cuando alguien se echa un pedo y me sigo riendo cuando enseño el culo. Y me encanta ponerme bigotes postizos, porque, no sé por qué, a mucha gente le hace gracia. Lo reduzco casi todo al divetimento y a la risa, porque creo que mientras te rías un poco cada semana, las cosas no irán tan mal. Sueño con ser "Ed Bloom" en Big Fish y vivir en mi propio mundo, siendo feliz a mi manera. Porque quién sabe, a lo mejor la fantasía te genera más felicidad que tu propia realidad. Porque la realidad es aburrida, como dijo Haruki Murakami.

sábado, 7 de marzo de 2009

Un gesto basta

Era la primera vez en que Lou empezaba a comprender el significado de hacerse viejo. Últimamente le asaltaban imágenes por todas partes que le remitían al pasado. Salía a la calle y veía a gente 10, 15 años más joven que él y, lejos de sentir satisfacción por el corretear de la turba más juvenil, sentía inquietud, ansiedad, la impotencia de no poder volver atrás, la imposibilidad de disponer de una segunda oportunidad, de no poder echar una moneda para reiniciar la partida. Sabía que se hacía viejo porque se arrepentía de su pasado más que ilusionarse por su futuro. Lou era una persona con un importante cúmulo de podredumbres por dentro. Casi toda su envidia era insana y su alegría, mundana. Sabía cuándo tenía que sonreír, qué palabras decir. Se sabía la teoría, pero no la aplicaba. Prefería que la gente le rechazase por sus vilezas que ser aceptado por sus interpretaciones de un correcto ciudadano, del que distaba ser. Estaba cansado de las falsedades que le rodeaban, empezaban a gustarle más las fotos en blanco y negro, el cine mudo y hacía tiempo que aborrecía la poesía. Sabía interpretar el papel de chico encantador, amable, simpático adulador y ocurrente tertuliano, pero la cansaban las naderías que desembocaban en un vacío aterrador que le arrastraban hacia el hastío de la soledad de quien pierde demasiado tiempo en el preludio y en el segundo acto se ve obligado a soltar lastre para estrellarse contra sí mismo en una silla cómoda y bajo un flexo del que emana una luz demasiado tenue.
No era la primera vez que se sentía así y empezaba a temer que, dado a confundir realidad con ficción, se hubiese sumergido voluntariamente en un círculo vicioso en el que se sentía cómodo, alejado de toda realidad social, confortado por lo material, habiendo aceptado, ya, que jamás podría llegar al paroxismo de una felicidad pasada que se desvaneció hacía tiempo y que se habría llevado para siempre el dulce pájaro de la juventud. Empezaba a disfrutar de un parcial estado de ataraxia y egoísmo aderezado con momentos de alegría, arrebatos de felicidad, que sabía surgían por la necesidad de contrastar con su naturaleza abúlica. Algunos días veía con indeferencia imágenes de espanto, de violencia extrema, hambre, desolación, barbarie, imagenes que ya no le insuflaban pena, sino más bien aceptación de un mundo por el que nada podía ni quería hacer y en el que estaba obligado a sobrevivir. Otras veces, en cambio, era capaz de emocionarse por las imágenes más nimias, infantiles, que ya había visto muchas veces y que, incluso habían sido repetidas hasta la saciedad, a base de tópicos manidos, pastiches descarados. Se sorprendía a sí mismo, sintiendo ese extraño sentimiento, mezcla quizás de ternura, dolor y quién sabe qué más, que le punzaba, le hería y le hacía esbozar una leve y pueril sonrisa al mismo tiempo. Por momentos, se sentía fuerte, mostrándose impertérrito ante situaciones en que mucha gente se llevaba las manos a la cabeza. Pensaba que era más fuerte que la mayoría y se congratulaba por ello. Pero luego, si bien la realidad no le punzaba, la fantasía le ponía en su sitio. Se sorprendió a sí mismo cuando, rodeado de los suyos, vio el nuevo anuncio de coca-cola. Esas cosas ya las había visto antes. Le costaba, como dije, separar realidad y ficción, aun a sabiendas de que cierta realidad implícita había en esa imagen. Algo le decía que el anciano no actuaba y que sus ojos reflejaban un sentimiento que no se atrevía a describir, pero que supone que es algo común que sienten los ancianos cuando acarician los dedos de aquellos quienes, jamás le recordarán, pero a quienes quizás puedan transmitir algo en ese segundo en que un bebé puede recibir algo mágico de quien ya ha sido cien veces niño. Y una cosa lleva a la otra, y ese anciano también tocó su mano, la de Lou, y seguro que la de muchos más. Qué fácil es, a veces, enternecer al ser humano. Algo tan simple como tres planos: una del anciano caminando hacia el bebé como un niño, en Navidad, corre a por sus regalos, otro con la cara de quien lo ha vivido todo, al ver a quien queda todo por vivir y de quien sólo emana belleza y alegría, y el definitivo, el nuevo primer plano del hombre al sentir el inocente tacto de la criatura. Seguro que se hizo el silencio en muchos hogares. Seguro que mucha gente se quedó muda a la vez, acostumbrada al bombardeo de imágenes, ruidos, sonidos molestos, palabras y más palabras. Ahora, un gesto, basta. Una mirada. Y por un momento, Lou, pasados esos segundos en que sus defensas se deshicieron como azucarillos, se acomoda, eleva la mirada y recuerda esos momentos, esos gestos, esas miradas y, en seguida, un nuevo ruido interrumpe su fantasía y le devuelve a la realidad. Pero llegado el momento, se tiene que ir a cama, y, como todas las noches, baja la persiana hasta dejar que un poco de luz entre en su cuarto, como la tenue luz del flexo que, por el día le salva de estar a oscuras. Pero esta luz es insuficiente. Esos son los momentos en que Lou, retoma el pasado. Y se agarra a lo inmaterial, lo etéreo. No encuentra la postura adecuada para conciliar el sueño. Extiende el brazo, después la mano e intenta recordar. Qué fácil es recordar palabras y qué complicado revivir sentimientos. Lou no comprendía a la gente. Le aterrorizaba saber que la mayoría de las personas de sorprenden cuando las llamas sin otro motivo que el de preguntarles qué tal están. También cuando gran parte de ellas se echan atrás si pretendes darles un abrazo, sólo desde la comicidad es factible. Recuerda las palabras de su amigo: "Echo de menos coger una mano". Y recuerda las dóciles palabras de su amiga, quizás ingenuas, quizás sólo sinceras: "Los abrazos son guays". Piensa en todo el tiempo que ha perdido y calcula el queda. Agradece el peso de sus párpados para dejar de echar de menos y que la noche, juez de sus tribulaciones, levante la sesión y deje echar a volar su imaginación y que llegue un nuevo día en que pueda retomar las riendas de su realidad. Pero no puede evitarlo, para caer completamente dormido sigue necesitando el poder de la imaginación, del recuerdo que cada vez más le costaba revivir. Vuelve a extender el brazo, tensa los dedos de su brazo derecho y llega a acariciar la cortina. Sus dedos resbalan por la misma y duerme con la sonrisa del ingenuo a quien la fantasía le entregó al sueño. Porque soñar es gratis y Lou, dentro de su tozudez, todavía pensaba que es posible que los sueños, a veces, se hagan realidad.