sábado, 14 de marzo de 2009

Bajo el ala aleve del leve abanico...


Y entonces sonó el teléfono. Sollozos entrecortados de una chica a quien no reconoce. Hace memoria. Repasa sus malas acciones recientes. Intenta recordar a quien quiso / quiere o quien pudo en algún momento haberle querido porque sólo alguna de esas personas podría ser quien estuviese al otro lado de la línea. No le vienen muchos nombres a la cabeza. Entre sollozos la chica repite su nombre, por otro lado, poco habitual y, más aún, en aquel país, en aquella ciudad y en esa residencia. En ese momento no se le había pasado por la cabeza que un italiano tocayo suyo vivía pocas puertas más lejos. No sabía qué decir. Sólo entendió unas pocas palabras que le rogaban verle otra vez para poder hablar. Al poco tiempo, se cortó la llamada, y él se dio cuenta de lo que allí pasaba. Pero lo que jamás olvidaría eran esos segundos de desconcierto en que, una vez colgado el teléfono fue consciente de que no sabía qué decir. No recordaba que alguien hubiese llorado jamás por él y se quedó unos minutos pensando que quizás hay pocas actitudes más crueles que desoír las súplicas de cariño de alguien que te quiere. Más tarde se encontraría al destinatario real de la llamada y éste le espetó una fanfarrona risotada de desprecio como orgulloso de que una mujer beba los vientos por él y jactándose a la vez de su actitud de macho castigador. Supuso que lo siguiente sería cachondearse con sus colegas de su firme postura, reacio a dejarse querer por una mujer que no merece su atención. Nunca se había parado a pensar en la facilidad con que la gente, a veces, minimiza los sentimientos ajenos, máxime cuando son ellos mismos quienes los provocan. Era un poco escéptico en relación a aquello de que el tiempo pondría a cada uno en su sitio. Más tarde, otra chica, una de las mejores personas que jamás conocería le contó que todos los chicos a los que había querido le habían engañado. "Los hombres me tratan como a un objeto", le dijo. En otra situación y quizás en boca de otra persona, esa frase quizás le habría provocado risa, pero en ese momento no le hacía gracia que el paradigma de la bondad fuese objeto de cosificación por parte de nadie. "Pero lo bueno es que estas cosas te hacen más fuerte. Ahora soy más fuerte". Él se preguntaba si es necesario pasar por esto, conocer el dolor para ser más fuerte. Suponía que sí porque más veces lo oiría después, pero quería pensar que no tenía por qué ser un requisito. Pero le costaba asimilar eso de que las mejores personas son las víctimas más habituales de estos "malos tratos", es decir, que son los que más generosos los que más hostias reciben. No le parecía justo. Poco después oiría que es el desdén lo que más atrae a algunas personas en el género opuesto. Curioso. También le costaba asimilarlo y no le encontraba el sentido. Que si la vida es muy complicada, que si llegamos a ella sin manual de instrucciones. No sabía si por ahí iban los tiros, pero, poco a poco, el mundo se había empeñado a base de pequeñeces y golpes duros en enseñarle su cara menos amable y borrar esa ingenua sonrisa de niño para quien la vida es un juguete. Una de esas pequeñeces había actuado en él como una premonición, una campana en su cabeza que intentaría sonar cada vez que se hayase en peligro de cometer un error de esos que fácilmente olvida uno de los dos y el otro arrastra con más pena que gloria y maldiciendo no poder odiar a quien una vez amó. Porque él era de los que pensaban que una persona no se enamoraba más de dos veces en su vida, y la segunda pocas veces se daba. Su pequeñez personal había llegado una tarde primaveral, una de esas en la que casi todo el mundo es feliz, de las pocas tardes al año en que aquel país veía el Sol y donde nunca se paró a pensar que quizás éste no sale siempre para todos y en algún sitio puede haber un alma que llora en silencio por un momento que ya no podrá recuperar y una herida que tardará en cicatrizar. Empezaba a pensar que ésas eran las cosas que hacían que con el tiempo, mucha gente acabe diciendo eso de que todos los tíos son unos cerdos y ellas unas putas. Se sonríe pensando en lo simplista de esas frases, porque él no creía en ello. Él era más bien de los que creían que el hombre es bueno por naturaleza y que es el propio hombre quien le pervierte, lo envilece, enseñándole lo fácil que es engañar, cómo saber mentir, copiar sin que te pillen, el gracejo de la picaresca, etcétera. A veces sentía ganas de escupir, pero no sabía dónde ni a quién. Y otras veces, se limitaba a echar vistazos ingenuos escrutando caminos que ni existían, pero creía que estaban por ahí, ocultos en algún sitio, escondidos de la vista de la mayoría, caminos reservados a unos pocos, o no tan pocos, y que soñaba tomar muchas noches, sin saber siquiera a dónde le llevaban. Tampoco le importaba. Porque lo que más le importaba es quien le acompañaría en el trayecto, de quién sería la mano que agarraría. Porque esa camino, estaba convencido, no llevaba a ninguna parte, que era el lugar exacto del que nunca debió salir.

2 comentarios:

dijo...

muy lindo.
veo que también te gusta la misma música que a mi.
buenos gustos.
:)
saludos!

Anónimo dijo...

Yo diré quién era la mujer que llamaba. Responde a las iniciales de PL.Y sí, son todos unos cerdos y todas unas putas. Así es la raza humana.Fdo: Rasking Bowlins