sábado, 7 de marzo de 2009

Un gesto basta

Era la primera vez en que Lou empezaba a comprender el significado de hacerse viejo. Últimamente le asaltaban imágenes por todas partes que le remitían al pasado. Salía a la calle y veía a gente 10, 15 años más joven que él y, lejos de sentir satisfacción por el corretear de la turba más juvenil, sentía inquietud, ansiedad, la impotencia de no poder volver atrás, la imposibilidad de disponer de una segunda oportunidad, de no poder echar una moneda para reiniciar la partida. Sabía que se hacía viejo porque se arrepentía de su pasado más que ilusionarse por su futuro. Lou era una persona con un importante cúmulo de podredumbres por dentro. Casi toda su envidia era insana y su alegría, mundana. Sabía cuándo tenía que sonreír, qué palabras decir. Se sabía la teoría, pero no la aplicaba. Prefería que la gente le rechazase por sus vilezas que ser aceptado por sus interpretaciones de un correcto ciudadano, del que distaba ser. Estaba cansado de las falsedades que le rodeaban, empezaban a gustarle más las fotos en blanco y negro, el cine mudo y hacía tiempo que aborrecía la poesía. Sabía interpretar el papel de chico encantador, amable, simpático adulador y ocurrente tertuliano, pero la cansaban las naderías que desembocaban en un vacío aterrador que le arrastraban hacia el hastío de la soledad de quien pierde demasiado tiempo en el preludio y en el segundo acto se ve obligado a soltar lastre para estrellarse contra sí mismo en una silla cómoda y bajo un flexo del que emana una luz demasiado tenue.
No era la primera vez que se sentía así y empezaba a temer que, dado a confundir realidad con ficción, se hubiese sumergido voluntariamente en un círculo vicioso en el que se sentía cómodo, alejado de toda realidad social, confortado por lo material, habiendo aceptado, ya, que jamás podría llegar al paroxismo de una felicidad pasada que se desvaneció hacía tiempo y que se habría llevado para siempre el dulce pájaro de la juventud. Empezaba a disfrutar de un parcial estado de ataraxia y egoísmo aderezado con momentos de alegría, arrebatos de felicidad, que sabía surgían por la necesidad de contrastar con su naturaleza abúlica. Algunos días veía con indeferencia imágenes de espanto, de violencia extrema, hambre, desolación, barbarie, imagenes que ya no le insuflaban pena, sino más bien aceptación de un mundo por el que nada podía ni quería hacer y en el que estaba obligado a sobrevivir. Otras veces, en cambio, era capaz de emocionarse por las imágenes más nimias, infantiles, que ya había visto muchas veces y que, incluso habían sido repetidas hasta la saciedad, a base de tópicos manidos, pastiches descarados. Se sorprendía a sí mismo, sintiendo ese extraño sentimiento, mezcla quizás de ternura, dolor y quién sabe qué más, que le punzaba, le hería y le hacía esbozar una leve y pueril sonrisa al mismo tiempo. Por momentos, se sentía fuerte, mostrándose impertérrito ante situaciones en que mucha gente se llevaba las manos a la cabeza. Pensaba que era más fuerte que la mayoría y se congratulaba por ello. Pero luego, si bien la realidad no le punzaba, la fantasía le ponía en su sitio. Se sorprendió a sí mismo cuando, rodeado de los suyos, vio el nuevo anuncio de coca-cola. Esas cosas ya las había visto antes. Le costaba, como dije, separar realidad y ficción, aun a sabiendas de que cierta realidad implícita había en esa imagen. Algo le decía que el anciano no actuaba y que sus ojos reflejaban un sentimiento que no se atrevía a describir, pero que supone que es algo común que sienten los ancianos cuando acarician los dedos de aquellos quienes, jamás le recordarán, pero a quienes quizás puedan transmitir algo en ese segundo en que un bebé puede recibir algo mágico de quien ya ha sido cien veces niño. Y una cosa lleva a la otra, y ese anciano también tocó su mano, la de Lou, y seguro que la de muchos más. Qué fácil es, a veces, enternecer al ser humano. Algo tan simple como tres planos: una del anciano caminando hacia el bebé como un niño, en Navidad, corre a por sus regalos, otro con la cara de quien lo ha vivido todo, al ver a quien queda todo por vivir y de quien sólo emana belleza y alegría, y el definitivo, el nuevo primer plano del hombre al sentir el inocente tacto de la criatura. Seguro que se hizo el silencio en muchos hogares. Seguro que mucha gente se quedó muda a la vez, acostumbrada al bombardeo de imágenes, ruidos, sonidos molestos, palabras y más palabras. Ahora, un gesto, basta. Una mirada. Y por un momento, Lou, pasados esos segundos en que sus defensas se deshicieron como azucarillos, se acomoda, eleva la mirada y recuerda esos momentos, esos gestos, esas miradas y, en seguida, un nuevo ruido interrumpe su fantasía y le devuelve a la realidad. Pero llegado el momento, se tiene que ir a cama, y, como todas las noches, baja la persiana hasta dejar que un poco de luz entre en su cuarto, como la tenue luz del flexo que, por el día le salva de estar a oscuras. Pero esta luz es insuficiente. Esos son los momentos en que Lou, retoma el pasado. Y se agarra a lo inmaterial, lo etéreo. No encuentra la postura adecuada para conciliar el sueño. Extiende el brazo, después la mano e intenta recordar. Qué fácil es recordar palabras y qué complicado revivir sentimientos. Lou no comprendía a la gente. Le aterrorizaba saber que la mayoría de las personas de sorprenden cuando las llamas sin otro motivo que el de preguntarles qué tal están. También cuando gran parte de ellas se echan atrás si pretendes darles un abrazo, sólo desde la comicidad es factible. Recuerda las palabras de su amigo: "Echo de menos coger una mano". Y recuerda las dóciles palabras de su amiga, quizás ingenuas, quizás sólo sinceras: "Los abrazos son guays". Piensa en todo el tiempo que ha perdido y calcula el queda. Agradece el peso de sus párpados para dejar de echar de menos y que la noche, juez de sus tribulaciones, levante la sesión y deje echar a volar su imaginación y que llegue un nuevo día en que pueda retomar las riendas de su realidad. Pero no puede evitarlo, para caer completamente dormido sigue necesitando el poder de la imaginación, del recuerdo que cada vez más le costaba revivir. Vuelve a extender el brazo, tensa los dedos de su brazo derecho y llega a acariciar la cortina. Sus dedos resbalan por la misma y duerme con la sonrisa del ingenuo a quien la fantasía le entregó al sueño. Porque soñar es gratis y Lou, dentro de su tozudez, todavía pensaba que es posible que los sueños, a veces, se hagan realidad.

5 comentarios:

estefanía vázquez dijo...

quise saber y me siento muy halagada al ver lo bien que escribes :)

Ignatius J. Reilly dijo...

Muchas gracias. Comenta algo siempre que quieras.

Enrico Palazo dijo...

Siempre es un placer paladear tus escritos, una vez más bravo!

Atentamente

Paula G. Montes MARIPOSA EN METAMORFOSIS dijo...

me encanta cómo escribes, lo que transmites, lo que dices y lo que te callas...con tus palabras eres capaz de provocar sensaciones y emociones...gracias por compartir tu talento.un beso!

Ignatius J. Reilly dijo...

Muchas gracias, y lo mismo digo.