martes, 26 de mayo de 2009

Luces de Bohemia


Otra noche más en el café teatro más suntuoso de la gran ciudad. La vieja Lucy servía las pocas copas que le pedía la ya demacrada clientela. A esas horas la turba universitaria ya había abandonado el local, en busca de ambientes más alegres. Los que quedaban eran, en su mayoría, hombres de mediana y no tan mediana edad que suspiraban por Dios sabe qué cuitas. Daba la impresión de que la luz era cada vez más tenue. o quizás sólo era mi impresión, porque empezaba a parecerme que los cristales de mis lentes se volvían desenfocados. Quizás sería el cansancio, tras la larga jornada de ocio, tal vez, esos largos brazos de humo que danzaban delante de mis narices, por culpa del cigarro de aquel poeta cuya musa parecía ser la nicotina. Es probable que también tuvieran algo que ver los últimos dos dedos de moscatel ingeridos. Totalmente innecesarios. Me sentía cómodo en aquel lugar, exactamente en esa mesa vacía, escondida en la sombra de una esquina, desde donde mi vista abarcaba el ochenta por ciento del local. El veinte restante era de sobra por mí conocido. Mi purgatorio particular, donde mis noches más canallas acababan antes de recuperar el alma perdida. Seguro que, sin darme cuenta, sonrío. ¿Por qué? Por ese extraño placer que da el sobrevivir una y otra vez después de tocar fondo, o de casi tocarlo, porque quizás cuando lo toque, me guste su tacto y me quede allí anclado, esperando el rescate de alguna sirena. Sí, imaginación no me faltaba y tiempo para entrenarla, tampoco, a Dios gracias, o por desgracia, depende del tipo de vida que cada uno desee, depende de tantas cosas. Digresiones y más digresiones en silencio, porque con el tiempo he aprendido a hablar conmigo mismo, en silencio, sin molestar a nadie. Sonriendo de nuevo por ser yo el único papel en que mis pensamientos se plasman, con la torpe pluma de mi desidia, que dibuja, ora con denuedo, ora con parsimonia, las caricaturas que cada noche se pasean por este para unos patético, para otros, poético café. Sólo depende de cuántas gotas de moscatel encienden en ti la llama de la imaginación, clavo ardiendo al que tantos nos agarramos por estas tierras. A mi izquierda, la barra. Lucy pasando el paño por una barra semivacía, orgía, horas antes, de tintineos de copas, canciones populares de simpáticos beodos, testigo de festejos, risas, lágrimas, peleas, reencuentros, cortejos, muescas y más muescas que Lucy repasa con sus agrietadas manos, que me indican ahora algo que no alcanzo a observar, pues parece que ocurre en ese veinte por ciento de la sala que mi posición actual no me permite ver. Ruido de tacones, tímidos ecos de una voz lejana que, a pesar de no reconocer, me resulta familiar. A pesar de la poca sobriedad que ahora me representa, no tardo en descubrir a nuestra protagonista, a pesar de nunca haber sabido su nombre. De hecho, nunca me había atrevido a hablar con ella. Y no era por su falta de atractivo, sino, al contrario, era una de esas pocas personas rodeadas por un halo de misterio y firmeza tal que provocan en uno una mezcla de respeto y miedo. Un metro setenta de elegancia en negro y rojo tafetán. Chapeau. Había olvidado ya que todas las noches venía aproximadamente a esa hora y con la única persona con la que hablaba era con Lucy, y casi siempre salían las mismas palabras de su boca. Ya se me habían quedado perfectamente grabadas en la memoria las palabras "Chateau Mouton". Me encantaba. Sin darme cuenta yo mismo pronunciaba esas palabras, intentando imitar la gravedad con que ella lo hacía, pero sin la mitad de su clase, como era de esperar. Pagaría el poco dinero que me queda para saber que es lo que llevaba a una mujer de su, indudablemente alta clase social, a aplastarse en esa demacrada silla, en la única mesa del más lúgubre antro del barrio. Eso sí, un antro que una vez fue grande, cuna de los más grandes, lejos del hastío de ahora, cuando el humo era música y el silencio nunca figuraba en la carta. Quizás eso es lo que la atraía. Porque se sentía a gusto. Si ella fuese un café, seguramente sería este. Antes palacio, ahora fabela. Antes marquesa, ahora meretriz. Me río sólo ridiculizándome por lo precipitado y cruel, no cruel, sino fantasioso de mis conjeturas. Pero cada uno se fabrica el mundo que puede, el castillo donde más plácidamente descansará cada noche, lejos de la incesante algarabía silenciosa de esta Némesis diaria. Miro a mi derecha y no veo figuras humanas, sino despojos de algo que fue alguien algún día. Sólo humo, brasas de vidas consumidas y que pretenden ser atizadas a golpe de moscatel. Yo sigo en la sombra. Sin molestar. Sin más luces que las de mi exigua lucidez y las de las verdes lámparas que dibujan siluetas sobre las mesas circulares, que parecen moverse por momentos, emulando las loadas coreografías de antaño. Años de luces, colores y música. Quién nos diría que retrocederíamos al mudo y al blanco y negro. Me voy quedando dormido. Mejor. Así es como mejor pienso, como cuando me despierto por la mañana. Con la sola luz que se cuela por las persianas, escapando del día y me permite ver en blanco y negro, con el negro manto de fondo. Como ahora. En blanco y negro, sin distorsiones cromáticas que me engañen, sin rojos que me exciten, con pocos verdes que me inspiren, ni azules que me refresquen. En blanco y negro. Lucy me hace un gesto y yo respondo con una mueca de desilusión por ser estas horas las últimas en mi cementerio particular donde yacen amistosamente gerifaltes de antaño y mindundis de siempre. Sólo quedamos ella y yo. Me levanto y cojo un vaso de otra mesa y dirijo el brindis hacia Lucy, quien me mira con más pena que gracia. Otra noche en vela. Otra noche en vano. Otro litro en vena. Otra alma en vilo y otra copa de vino. Eso sí, de vino del bueno. Intento sacar pecho y fingir un paso altanero y orgulloso. Ebrio, soy incapaz de destinguir las líneas de las curvas. Enfilo. Mirada de soslayo. Sigo a Lucy, quien asustada, acude a la mesa de la diva. Decelero mi paso. Lucy se agacha para atenderla. La mujer, con la ternura de una niña, entre titubeos, pregunta: "Perdone, quería preguntarle si puedo ser su amiga". No recordaba a Lucy tan triste y, a la vez tan aliviada. Supongo que alguien que se pasa media vida limpiando basura y dándole de beber, no se espera estas cosas. Qué digo. Ya tampoco me lo esperaría. Es extraño. Lejos de conmoverme, me entran ganas de vomitar. No es el final que esperaba, cierto. Los hay mejores. Quizás debería simplemente sonreír, dar la espalda y marcharme. Quién sabe, quizás sea mi alma, que conmovida por la situación, quiere escapar de mi cuerpo, sombra de lo que pude haber sido, y yacer con las marionetas de un espectáculo mucho más vital que el que yo puedo ofrecerle. ¿Será esta su redención? Si es así, brindo por ello, si no, brindo por mí.

3 comentarios:

estefanía vázquez dijo...

buah! genial!!!! me encanta!!!!! joe, q largo... olvida los retozz, tu sigue a lo tuyo, joe q bueno! me da la sensación de que te he estado entorpeciendo.
beijinhos

Ignatius J. Reilly dijo...

Thanx ¿Entorpeciendo? Todo lo contrario, pequeña esteva, todo lo contrario.

estefanía vázquez dijo...

me encanta, tienes que publicarlo... o lo hago yo en mi blog...
me hace mucha ilusión que lo hayas escrito
muchas gracias a ti!!!! y encantada de haberte conocido...
este es sin duda el comienzo de una gran amistad ;)
beijinhos!!